martes, 9 de septiembre de 2025

Entelequia.

Entelequia. Es una palabra que siempre me ha gustado y me ha parecido misteriosa, como si ya escondiera solo en su sonido una promesa de plenitud. En su sentido más aristotélico, es algo que existe en potencia, pero que ya contiene en sí mismo la perfección de lo que está destinado a ser. Como una vida que no necesita más explicación que la de ser vivida, como si la realidad se bastara a sí misma y no hiciera falta escapar de ella. Y, sin embargo, pocas veces la vida se siente así. Uno mira hacia atrás y lo que encuentra a menudo no es perfección, sino fragmentos de experiencias y aprendizajes. Fragmentos de miradas que han visto demasiado, miradas que se han cruzado y que nos han marcado de un modo irreversible.

Los ojos y las miradas son quizás de las metáforas más honestas para abarcar dialécticamente la interacción humana. Los ojos pueden cerrarse, pero nunca obviar del todo. En ellos habita la transparencia y, al mismo tiempo, el secreto. Son superficie y profundidad, frontera y abismo. Los ojos, que bien han sido llamados el espejo del alma, quizá son mucho más que eso: son el punto donde el mundo exterior y el mundo interior se encuentran. Lo que vemos y lo que sentimos se funde en ese pequeño espacio donde la luz se convierte en visión.

Últimamente he pensado muchas veces en lo que significa sostener una mirada. Hay miradas que se sostienen como columnas invisibles, que nos recuerdan que no estamos solos, que hay un suelo donde apoyar los pies incluso cuando todo lo demás tiembla. Son esas miradas que uno recibe en un momento de caída, cuando el cuerpo parece rendirse, y que de algún modo logran transmitir fuerza sin necesidad de palabras.

Pero también hay miradas que pesan. Ojos que se convierten en juicios, acusaciones, o silencios cargados de significados. A veces el dolor no está en lo que alguien dice o no dice, sino en cómo nos mira o no nos mira. Y entonces la mirada puede ser más cortante y dañina que cualquier palabra.

La dialéctica de la vida, pienso, se juega precisamente ahí, no? Entre las miradas que nos sostienen y las que nos hieren. Entre los ojos que nos hacen sentir reconocidos y aquellos que nos devuelven una imagen de nosotros mismos que no queremos aceptar, o no devuelven nada porque nos ignoran. Vivimos atrapados en esa tensión y contradicción del ser.

Quizá el sentido de todo no sea alcanzar una entelequia perfecta, sino simplemente aprender a interpretar todas las miradas como parte del camino. Cada mirada es una narrativa, una hermenéutica en sí misma. No existe una mirada neutra: siempre interpreta, siempre dice algo, incluso en su silencio. De algún modo, vivir es aprender a leer los ojos de los demás y aceptar que los nuestros también son leídos, a veces de formas que no controlamos.

Hay ojos que reflejan odio, pero incluso ahí late un resto de humanidad, porque para odiar hay que haber amado. Ojos que lloran de miedo, pero ese mismo miedo revelan cuánto importa lo que se teme perder. Ojos que se apagan con la despedida final, y que aún así, siguen brillando siempre en la memoria de quién los recuerda.

Mirar a los ojos y entender las miradas también es entrar en una dialéctica sin garantías: quien sostiene una mirada se expone al otro, pero también se descubre a sí mismo. En ese cruce, algo se revela. Quizá eso que llamamos “amar de verdad” no es otra cosa que ese instante en el que dos miradas se encuentran de manera única y ninguna se retira nunca.

El amor, en este sentido, no es solo una emoción, también es la disposición a permanecer en la mirada del otro incluso cuando duele, incluso cuando revela nuestras contradicciones e imperfecciones. Amar es sostener y dejarse sostener en el cruce de miradas, aunque el reflejo no siempre sea perfecto.

Últimamente pienso mucho que vivir la vida se parece a vivir el mar. En la superficie las condiciones pueden ser duras, pero a menudo basta con sumergirse unos metros para descubrir otra verdad: la de la calma que baja las pulsaciones y ralentiza la respiración, la del silencio que te abraza y te mueve con los destellos plateados y las miradas de los peces, ese movimiento armónico y único, acompasado, que no se percibe desde arriba. Así son también las miradas: en la superficie, turbulentas; en lo profundo, capaces de mostrar una serenidad que ni sabíamos que existía.

Quizá de eso se trate en cierto modo, de aprender a bucear en las miradas, y en la vida. No quedarse en la espuma de lo inmediato, sino descender hasta encontrar en los ojos del otro la verdad más honda. Una verdad que no puede expresarse con palabras, con testimonios o narrativas, porque se escapa de todo eso. Es una verdad que se siente, que se habita. Y que, en el fondo, quizá, solo puede llamarse amor.

Un amor que sobrevive a las contradicciones, que no se explica del todo, que duele y al mismo tiempo cura. Un amor que sigue mirando incluso cuando sería más fácil cerrar los ojos. Un amor que no es una entelequia perfecta, pero que en su imperfección nos revela lo que significa estar vivos.

Y entonces quizá lo comprendo bien: la entelequia no es vivir sin contradicciones, sino aceptar que cada mirada, incluso la más dolorosa, forma parte de la plenitud de lo que somos.

Porque hay ojos que no olvidan. Incluso cuando la distancia convierte los días en desierto, basta un recuerdo, una chispa de memoria, y de pronto vuelven a aparecer esas pupilas que en otro tiempo fueron refugio. La memoria es también una mirada, un ojo interior que relee lo vivido y lo transforma en símbolo. A veces recordamos no lo que ocurrió, sino cómo nos miraron mientras ocurría. Y es ahí donde comprendemos que la vida no está hecha solo de hechos, sino también de interpretaciones compartidas.

Mirar y ser mirado son los dos polos de la existencia. El ser humano necesita tanto dar como recibir. Ser invisible, no existir en los ojos de nadie, es quizá la forma más cruel de soledad. Y, al contrario, sentirse visto, reconocido, aunque sea en el dolor, es también una forma de pertenencia.

Hay quien huye de las miradas porque teme lo que pueden mostrar. Pero tarde o temprano la vida nos enfrenta a ellas: la mirada de un desconocido que nos atraviesa, la de un ser querido que nos despide, la de alguien que nos cuestiona, la de alguien que nos ama. Todas ellas nos interpelan, todas nos recuerdan que no debemos ser totalmente autosuficientes solos, que existimos siempre en relación a los demás como seres gregarios que somos.

Quizá por eso la mirada es tan difícil de sostener para mí. Porque nos desnuda, porque revela lo que ni siquiera nosotros sabemos de nosotros mismos. Y sin embargo, es también el lugar donde se enciende la esperanza, el cambio. Porque incluso en los ojos que nos hieren puede aparecer un destello de ternura, un resquicio de verdad, un hilo de luz que nos permite seguir adelante.

La hermenéutica de las miradas nos enseña que no hay interpretación definitiva. Cada encuentro abre un nuevo sentido. Lo que hoy nos parece dolor, mañana puede revelarse como aprendizaje. Lo que ayer fue refugio, hoy puede ser distancia. Y lo que parecía destrucción, con el tiempo puede mostrarse como semilla. La vida no son certezas absolutas, no es blanca o negra, y ciertamente, hay que aprender a ver y mirar con detenimiento toda la escala cromática.

En el fondo, toda la vida se resume en esta dialéctica: entre abrir los ojos y cerrarlos, entre atrevernos a mirar con detenimiento, o no mirar y rendirnos a la oscuridad. Quizá la entelequia que buscamos no sea un estado perfecto, sino esa valentía de mantener los ojos abiertos, incluso cuando duele, incluso cuando lo que se ve hiere. Porque solo así seguimos siendo humanos: seres que miran, seres que son mirados, seres que encuentran en ese cruce el sentido último de la existencia. 

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