Eran caballos con alas. Estaban en las farolas, en la luz del escritorio y en los bordillos de las aceras de las calles impares del barrio de Persh Square. Estaban en el café de la mañana aunque no en el del almuerzo. Estaban sobre el hombro de la secretaria, y en el regazo del señor Louis, del quiosco de la esquina.
Por supuesto no eran reales, pero estaban ahí, como el remanente de una pesadilla macabra. A Amanda le producían la misma sensación de confusión que un sueño muy realista, de los que al despertar dejan un trazo en tu mente, como la estela de un avión. De los que tardas unos minutos en asegurarte de que nada ha ocurrido de verdad.
Se había pasado toda su vida intentando discernir lo real de lo irreal. Estaba acostumbrada. Ignorar esos caballos era casi como respirar. Lo difícil era vivir sabiendo que su mundo y el mundo real no eran para nada un mismo concepto.
Se acostaba todas las noches y se levantaba cada mañana, esperando ver lo mismo que las demás personas, pero nunca era así, ella veía más allá de lo cotidiano. Caminaba con calma y con los ojos bien abiertos, observando cada milímetro del mundo, para no perderse ningún detalle de él, de un universo que nadie parecía comprender. Pero no vivía con miedo, de hecho se sentía bien al saber que su mente era poderosa y se movía libremente y eso es lo que atemorizaba a quien se acerca a ella. Al menos era así la mayor parte del tiempo.
En realidad no estaba segura de sentir nada al respecto. Sentir era tan complejo que intentaba evitarlo en la medida de lo posible. Al fin y al cabo era totalmente incapaz de mantener una relación normal con nadie. Recordaba a Dave como si fuera ayer. Era un chico callado pero alegre, transmitía paz y armonía. Cuando paseaba a su lado le gustaba cogerle de la mano con delicadeza, y de vez en cuando susurraba: “Eres preciosa”. No era hombre de muchas palabras, es cierto, pero todas las que escogía creaban un efecto maravilloso, que no se devaluaba ni perdía el sentido por culpa de la repetición.
No duraron mucho juntos. Al principio solo veía algunos insectos que revoloteaban y se posaban sobre sus hombros. Un día mientras almorzaban en la cafetería de la señora Thompson, una mosca se posó sobre su ojo y comenzó a acariciarle la pupila con sus patitas hiperactivas. Pronto fueron cientos de moscas. Después la cara de Dave comenzó a descomponerse, hasta el punto de hacer visibles los huesos de la mandíbula. Amanda tuvo que salir corriendo sin dar ninguna explicación, y le costó al menos dos días reunir el valor suficiente para volver a verle. Por desgracia la visión no había revertido, Dave, su hermosísima mandíbula cuadrada y sus ojos azules como el granizado de las ferias se desintegraban de podredumbre ante sus ojos.
Es evidente que no fue capaz de verle nunca más. Años más tarde Amanda leyó en el periódico local que Dave había sido hallado en la habitación 154 del Motel Hompton Stage en Massachusetts, muerto y descompuesto sobre la cómoda de la decadente estancia. Suicidio tal vez, o heroína, paro cardíaco, cualquier cosa. Amanda no recordaba los detalles.
A veces sus visiones eran pacíficas e irrelevantes, como elegantes equinos voladores que nadaban en su café, pero otras veces veía fragmentos de tiempo que escapaban de su localización correcta. Porciones del pasado que volvían para burlarse de ella, fracciones del futuro que eludían las barreras que lo separan del presente. El tiempo era confuso en su mundo, y la responsabilidad que sentía por culpa de esas odiosas visiones era en ocasiones insoportable. Para la pregunta de si ella podría haber evitado lo de Dave, Amanda no tenía respuesta, después de tantos años. Se seguía martirizando por ello. Le hubiera encantado que Dave le hubiera creído cuando le dijo lo que veía, pero no fue así. Un escalofrío le recorría la espalda cada vez que esas imágenes le venían a la mente, como si de una película se tratase, una película cuyo final le desagradaba más y más.
Caminos que no llevan a nada, así describía su día a día cuando conocía a gente nueva, pero nada más, incapaz de contar la verdad, vivía con ese peso eternamente, y poco a poco se consumía, destruida por su propia mente que daba de beber a la enredadera con espinas de su imaginación.
Rememoró el instituto de su barrio, y aquellos pasillos sin fin repletos de gente gritando, corriendo, pero sobre todo, los baños, su pequeño paraíso, su lugar secreto, donde encontraba la paz cada vez que le quemaban las corneas, cuando estaba cansada de ver lo invisible. Segunda puerta del baño a la derecha, su santuario. Sentada en la taza del váter pasaba las horas, con una pequeña navaja que llevaba en su bolsillo marcaba en la puerta los días, horas, minutos, segundos que pasaba encerrada allí, como si a veces la paz de ese lugar se esfumara convirtiéndolo en su propia cárcel sin salida.
El caballo más negro del enjambre que revoloteaba en torno a la luz del flexo se posó sobre su rodilla. Eran las 21:30. Se permitió a sí misma la licencia de acariciarle las crines. Había terminado el grabado, podría enviarlo al día siguiente y quitarse de encima a su odioso representante por unos días. El encargo había sido inusualmente macabro esta vez, pero a Amanda le daba igual. Se ganaba la vida a base de ricos excéntricos que le encargaban dibujos y grabados de sus más siniestras fantasías, pero no le importaban quienes eran, ni sus retorcidas manías. Su representante se encargaba de todo, ella solo dibujaba y cobraba, nada más. Enrolló el papel y lo guardó en su funda correspondiente. Que Amanda sufría un grave trastorno obsesivo compulsivo era algo que resultaba evidente al contemplar su piso. Nada podía romper la armonía de las líneas rectas. Todo estaba colocado al milímetro, era su particular forma de mantener la cordura.
Las 21:35. No podía soportar dejar el tema del grabado sin zanjar, así que llamó a Bryan.
- ¿Amanda? ¿Qué ocurre, estás bien?
- Si, si, solo quería decirte que ya he terminado el grabado de los conejos, puedo llevártelo cuando quieras
- ¡Ah! Me habías asustado. De acuerdo, ¿Podrías pasarte ahora? Sé que es tarde pero así podría llevárselo al cliente mañana a primera hora, lleva toda la semana preguntándome por el encargo.
- Está bien, llegaré en 15 minutos.
Pudo escuchar una especie de despedida, pero colgó sin esperar a que terminase. Volvió a sacar el grabado de la funda y lo observó por última vez. Representaba una escena en la que una niña pequeña jugueteaba con la cabeza de un conejo mientras el resto del cuerpo se desangraba en el suelo. Cientos de pequeños conejitos danzaban en torno a ella, haciendo filigranas entre el trigo. Todo estaba perfecto. Lo guardó, cogió las llaves del coche y las de casa y se marchó.
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