Afrontaba con intriga su destino. Rodeado por el gentío,
cuyo ego absorbía toda la atención dentro de cada componente. Sólo. La fuerza
le empujaba a continuar su camino. La sombra más oscura era seguida del blanco
cegador. La sombra más oscura incluía neblina que intentaba camuflar de
agradable lo desconocido. El blanco se fundía con borrones negros que
demostraban que lo iluminado incluye el factor de un azar contrario. O
favorable. Pero desconocido. Detrás, empujan. A un lado, el infinito. Al otro,
la presión, el peligro. Segundos para tomar una decisión, que habría de tomar
mientras la inmersión en otra serie de pensamientos provocaba severa montonera
de voces que aturden a la lógica, y empujan a la locura. No hay concentración,
ni tiempo. Nunca hay tiempo. El invento peor administrado de la lógica humana.
Tic. Tac. Corre. Y afrontó aquel paso de cebra como si el destino le fuese en
ello.
“Él (II)”.
Le recordaba de ayer en el bar. No era el típico borracho
que montaba broncas. No. Un tipo solitario, al fondo de la barra, con su vaso
cargado de algún alcohol barato, con mirada perdida en el horizonte. Nadie le
dirigía la palabra, ni él pretendía que lo hiciesen. Los gestos eran una mezcla
de circunstancia, indiferencia y poca pasión por vivir. La marca en el pómulo
parecía indicar que quizá no siempre era un alcohólico pacífico. Alguna reyerta
anterior, o alguna deuda sin pagar. Cualquiera sabía.
Fue entonces cuando se sentó a su lado aquella chica. Bella,
muy bella. Demasiado bella para alguien así. Me indignaba. Yo tampoco tenía
nada mejor que hacer aquel día más que inmiscuirme en vidas ajenas, buscando,
supongo, algo interesante en lo que pensar. Captaba palabras sueltas que no me
llevaban a ninguna conclusión. Muchos nombres, más motes, y alguna palabra
característica del argot barriobajero. Un tatuaje encima del trasero, un
tribal, era lo poquito característico de esa mujer, aparte de su belleza.
Morena, creo recordar. De altura media.
Poco después entro un hombre tamaño armario empotrado,
apartó a ambos, y dejó un objeto en la copa del hombre ebrio. Se fue, sin
mediar palabra. Fue entonces cuando la mujer salió corriendo. El hombre, en
cambio, siguió bebiendo de la copa, sin inmutarse ni lo más mínimo, sosteniendo
con el labio el objeto del vaso para no tragárselo. Buscó en sus bolsillos el
dinero que debía pagar, y dando tumbos, salió por la puerta.
Fue una situación un tanto extraña. La tasca estaba semi
vacía, y la gente estaba más interesada en mantener sus conversaciones que en
la situación dantesca acontecida. El dueño del bar, al coger el vaso, se acercó
a mí, para preguntarme por lo acontecido. "¿Por qué crees que lo sé, y por
qué quieres saberlo?"
"El motivo por el que sé que lo sabes es que eres el
único que no tiene nada que hacer más que dar vueltas con la pajita a tu horchata,
y alguien con tu cara tiene toda la pinta de ser un cotilla. El motivo por el
que quiero saberlo es que no quiero que la vida de un cliente que no molesta,
paga, y es agradecido, corra peligro".
Fue entonces cuando me fui corriendo de allí. En la barra,
junto a mí vaso de horchata, a medias, la bala, siento no saber el calibre, que
supuestamente se encontraba en la copa del joven alcohólico. Sí, era joven, o
al menos esa fue mi impresión. ¿Algo más, señor comisario?
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