lunes, 8 de diciembre de 2025

Anclajes

Hay momentos en la vida en los que todo lo que te parecía tan estable deja de serlo de golpe. No siempre por un único acontecimiento, a veces es una acumulación de pequeñas tensiones o errores que, sin hacer ruido, van debilitando la estructura que te sostenía el día a día. Cuando eso ocurre, uno no pierde solo certezas internas y externas como pueden ser una relación, un hogar, o un proyecto, sino algo mucho más difícil de nombrar: la sensación íntima de estar habitando un lugar reconocible en el mundo. La vida no entiende de oportunismos en este sentido y las cosas rara vez suceden en el momento más indicado o que más nos gustaría. A veces el golpe viene con la sensación de haber construido algo mientras lo ves romperse cuando aún estabas aprendiendo a habitarlo. Como si el esfuerzo, el sueño, o el futuro proyectado, se quedaran flotando, sin dueño, sin cuerpo. 

En esos momentos siempre aparece una soledad extraña pero muy habitual para cualquier persona atravesando un momento vital complicado. No es solo la soledad de estar físicamente solo, sino la de sentir que nadie más comprende o puede cargar exactamente con lo que llevas dentro. Que lo que te duele no encaja bien en las conversaciones rápidas ni en los consejos bienintencionados del día a día en tu red de apoyo. Y, aun así, seguir adelante en la sociedad y el mundo actual se convierte en un acto heroico pero casi mecánico: ir a trabajar, entrenar, hacer planes, cumplir con las obligaciones, aparentar que el suelo sigue firme bajo los pies, seguir hacia delante, no detenerse. Es precisamente en esos momentos cuando el futuro se vuelve más opaco. No como el que se enfrenta a una amenaza clara, sino como el que transita una niebla espesa en la que cada decisión parece provisional y cada paso carece de suelo firme sin ver un horizonte claro. Se sigue avanzando, pero con la conciencia constante de que ya no basta con repetir lo que antes funcionaba. La vida deja de responder a automatismos y se exige una escucha y una toma de decisiones mucho más profunda, más incómoda, más sincera y honesta.

Pero hay algo profundamente humano en detenerse y reconocer que no siempre podemos con todo. Que no pasa nada por tambalearse, por pedir ayuda. Que pedir ayuda no es fallar, sino asumir con honestidad que algunas etapas no están pensadas para atravesarse en solitario. Es fácil entonces caer en momentos así en la tentación de hacerlo todo solo. De pensar que aislarse es una forma de proteger a los demás o de ordenarse por dentro antes de volver a exponerse. Pero hay un error silencioso en esa lógica: el ser humano no está hecho para comprenderse únicamente desde la clausura. Somos seres gregarios. El dolor que no se comparte acaba deformándose. No porque no pueda sostenerse, sino porque pierde perspectiva. Quizá crecer y madurar no sea tanto evitar el dolor o acostumbrarse a él, como aprender a sostenerlo y con quién sostenerlo sin que nos rompa. Aprender a mirarnos sin autoengaño cuando todo lo externo se cae. Aprender a aceptar que hay procesos que no se cierran rápido, que hay duelos que no siguen un calendario razonable y que reconstruirse es, muchas veces, un trabajo silencioso y a menudo poco visible desde fuera.

Abrirse emocionalmente no debe entenderse como la necesidad o la urgencia por explicarlo todo en la narrativa que más nos autojustifica y nos valida, no debe ser una mera reafirmación personal. A veces es simplemente nombrar lo esencial de lo que se siente, admitir que algo se ha roto y que aún no se sabe cómo recomponerlo. Existe una diferencia radical entre exponerse y entregarse a la intemperie: compartir carga es un acto consciente, elegido, que no busca reparación inmediata, sino presencia, reconocer el sufrimiento propio en los demás, compartirlo con ellos, reconocerse y reconocerlos. Porque no se trata solo de atravesar el duelo de lo perdido, sino de revisar de forma honesta el camino que te condujo hasta allí. Mirar de frente los errores cometidos, no para flagelarse, sino para comprender las dinámicas que los hicieron posibles. Y asumir algo profundamente humano y profundamente difícil: que entender por qué se repiten ciertas conductas no garantiza que no vuelvan a aparecer, pero sí ofrece una oportunidad real de intervenir en ellas con mayor lucidez. Revisarse en momentos vitales complejos no debe ser entendido como un gesto egoísta, sino como una forma de autorresponsabilidad. Implica aceptar que no todo lo que se hizo fue inevitable, pero tampoco arbitrario. Que muchas decisiones nacen en zonas internas de nosotros mismos aún no trabajadas lo suficiente. Y que el compromiso ético con uno mismo consiste en no mirar hacia otro lado cuando esas zonas quedan al descubierto y nos condicionan para mal tanto a nosotros como a nuestro entorno.

Hay otro elemento que suele pasar inadvertido en los momentos de quiebre: el choque no es solo con la propia historia, sino también con el marco social que la contiene. Vivimos en una época que se llena la boca con el lenguaje del autocuidado, de la salud mental y de la empatía, pero que sigue castigando (con menos sutileza que antes si cabe, en plena era de la brutalidad y la hiperexposición social) a quien se detiene, a quien falla, a quien no logra sostener una narrativa de éxito y autorrealización continua. El discurso es a priori amable; la práctica, ya no tanto. Se invita a hablar, pero se incomoda o silencia al que habla demasiado o de formas menos normativas. Se alaba la terapia, pero se teme o se señala más a quien reconoce que la necesita. Se reivindica el autocuidado, pero se aparta al que no puede rendir y producir al ritmo que se le exige. En esa dialéctica contemporánea hay una violencia psicológica silenciosa que nos erosiona por dentro. Obliga a vivir el derrumbe como algo que debe resolverse rápido y en privado, sin afectar al ritmo general. Como si el dolor tuviera un plazo socialmente aceptable. Como si la fragilidad fuera tolerable solo mientras no incomode y se maquille lo mejor posible para que no afecte a los demás. Quizá por eso muchos procesos internos muy jodidos de muchas personas se acaban viviendo en una soledad extrema que a veces lleva inevitablemente incluso al suicidio. No porque no haya personas alrededor, sino porque tampoco hay espacio simbólico suficiente para la complejidad y la apertura emocional honesta y sin que sea juzgada o rechazada. Se toleran las historias simples, los cierres rápidos, los relatos fácilmente digeribles. Lo vitalmente traumático, lo emocionalmente contradictorio y complejo, o lo que sigue en elaboración, genera rechazo. Desde ahí nace la demonización y el estigma. No siempre explícita, no siempre consciente. Etiquetar, reducir, congelar al otro en una versión simplificada permite no mirar de frente lo que incomoda: que cualquiera puede perder el equilibrio si el contexto se vuelve lo suficientemente exigente y las circunstancias lo suficientemente desfavorables. Que la mayoría de nosotros hemos estado, seguramente, en más de una ocasión, a un par de malas decisiones más de acabar muy mal. Que la estabilidad es casi una utopía en el mundo actual. 

Vivimos en un mundo que exige estabilidad y fortaleza constante en medio de una precariedad emocional cada vez más normalizada. En medio de una vorágine cada vez mas exacerbada de posverdad, falta de rigor y honestidad intelectual, incertidumbre, prioridad por la inmediatez y lo material, y de normalización de la superficialidad emocional e intelectual. Se espera que sepamos en todo momento con toda certeza quiénes somos, qué opinamos, qué queremos, y hacia dónde vamos, incluso cuando el contexto cambia constantemente de forma violenta. Como si la duda o el error fueran un defecto, y no una consecuencia directa y lógica de vivir tiempos cada vez más complejos. Cuidar la salud mental, en ese marco, deja de ser solo un proceso íntimo y se convierte en un gesto de resistencia. Resistencia a la exigencia de estar bien antes de tiempo. Resistencia a la idea de que comprenderse es excusarse. Resistencia al mandato de cerrar en falso para no molestar. Resistencia, en general, a lo social y mayoritariamente establecido. Porque al final, incluso en los momentos más oscuros, permanecer lúcido y honesto con uno mismo también es una forma silenciosa de resistencia.

La salud mental sigue siendo uno de los grandes tabúes contemporáneos. Cada vez más visible pero al mismo tiempo cada vez más inalcanzable para muchos. La brecha en la salud mental se amplía. Se nombra mucho, pero al mismo tiempo se escucha de verdad muy poco. Se reivindica en abstracto, pero incomoda cuando deja de ser estética y se vuelve real, incómoda, o contradictoria. Aún cuesta aceptar que una persona pueda estar rota y ser funcional al mismo tiempo. Que alguien pueda cumplir con todo mientras por dentro esta gritando e intentando no perderse del todo. Una sociedad que teme la fragilidad y rechaza la vulnerabilidad termina perdiendo el sentido de lo humano. Por eso compartir la carga en este contexto no es un lujo emocional, sino una necesidad ética individual y colectiva. Y no con cualquiera. No con quienes escuchan para clasificar, ni con quienes acompañan para juzgar desde arriba, ni con quienes exigen coherencia inmediata, ni con quienes manipulan para alimentar su propio ego o en su propio beneficio. Sino con personas buenas en el sentido más sencillo de la palabra: aquellas que no utilizan el dolor ajeno como instrumento. Personas puras no porque no se equivoquen, sino porque no instrumentalizan el sufrimiento. Personas honestas no porque lo entiendan todo, sino porque no fingen entenderlo. Hay algo profundamente reparador en ser sostenido sin ser explicado. En poder decir “no sé todavía quién soy después de esto” sin que esa frase sea vivida como una amenaza o un signo de debilidad. En permanecer en contacto con los demás sin necesidad de mostrar una versión ordenada y de fortaleza en uno mismo. Esa necesidad, tan poco enseñada especialmente entre los hombres, muy poco masculino (en su sentido más tradicional) por cierto, de compartir la carga, de llorar, de desahogarse con los otros, es fundamental. De dejar que personas buenas, honestas, sin disfraces, sostengan partes del peso cuando uno ya no puede. La necesidad de tener esas conversaciones incómodas, pero necesarias, de exponerse, abrirse en canal a los otros cuando se esta mal. No para que nos salven, sino para no perder el sentido y compartir el dolor del golpe al chocar una y otra vez contra los mismos muros. La dignidad no está en aguantarlo todo, sino en saber cuándo extender la mano para que te ayuden a levantarte. Porque cuando el mundo se vuelve hostil a la complejidad, mantener el sentido ya no consiste en tener razón, sino en no perder la propia humanidad ni la mirada humana sobre los otros. Compartir la carga, en ese punto, actúa como un ancla. El anclaje que evita que el golpe termine cristalizando únicamente en rabia, enfado, frustración, cierre emocional forzado, o negación. No se trata solo de sobrevivir al impacto, sino de no permitir que el impacto se convierta en el único filtro desde el que se interpreta la realidad. La tentación de endurecerse, de cortar afectivamente con todo, de reducir lo vivido a una lógica de vencedores y vencidos, es comprensible, pero profundamente empobrecedora a nivel espiritual. Tal vez sanar no consista en aislarse del daño, sino en impedir que el daño colonice el sentido. Y eso rara vez puede hacerse en soledad.

A veces, cuidar de uno mismo es también cuidar de la posibilidad de seguir creyendo en los vínculos, incluso cuando algunos se rompen. Elegir apoyarse en presencias limpias, aunque sean pocas, es una forma de no perder el rumbo cuando se choca contra los muros del estigma, del juicio o de la incomprensión. Porque al final no es solo una historia personal lo que se quiebra, sino una determinada idea de estabilidad. Y reconstruirla exige tiempo, revisión, paciencia… y compañía. Sobre todo, compañía. No para volver a ser quien se era. Sino para devenir en alguien más consciente de sus límites, de su bendición y su maldición particular, de su luz y de su oscuridad, de su capacidad para cuidar tanto como de su capacidad para dañar.

Supongo que por eso es tan importante revisarse cuando la vida más nos aprieta, y hacer apología del autoconocimiento. No para castigarse, ni caer en la autoflagelación cristiana, sino para comprenderse. Para ver qué patrones se repiten, desde dónde reaccionamos, qué heridas siguen abiertas y qué miedos nos gobiernan sin que nos demos cuenta. Porque hay errores que no se superan ignorándolos, sino entendiéndolos a fondo. Y, si vuelven a aparecer, al menos, saber por qué lo hacen, eso, din duda, dice mucho más bueno de nosotros, que sencillamente, fingir que ya no importan, o mirar para otro lado.

Quizá la verdadera fortaleza sea conseguir permanecer abierto a sentir en un mundo que nos invita al cierre y la insensibilización constante. Quizá la verdadera fortaleza sea seguir creyendo en el cuidado de uno mismo y de los otros, en la responsabilidad emocional y afectiva, en el trabajo interior, aunque el entorno material y la inercia del capital nos empujen constantemente y con mucha fuerza hacia todo lo contrario. Quizá la verdadera fortaleza sea seguir apostando por el pensamiento crítico, por la justicia social, por la empatía y el crecimiento individual y colectivo sano, responsable, y sostenible, cuando lo más fácil sería seguir mirando para otro lado.

martes, 9 de septiembre de 2025

Entelequia.

Entelequia. Es una palabra que siempre me ha gustado y me ha parecido misteriosa, como si ya escondiera solo en su sonido una promesa de plenitud. En su sentido más aristotélico, es algo que existe en potencia, pero que ya contiene en sí mismo la perfección de lo que está destinado a ser. Como una vida que no necesita más explicación que la de ser vivida, como si la realidad se bastara a sí misma y no hiciera falta escapar de ella. Y, sin embargo, pocas veces la vida se siente así. Uno mira hacia atrás y lo que encuentra a menudo no es perfección, sino fragmentos de experiencias y aprendizajes. Fragmentos de miradas que han visto demasiado, miradas que se han cruzado y que nos han marcado de un modo irreversible.

Los ojos y las miradas son quizás de las metáforas más honestas para abarcar dialécticamente la interacción humana. Los ojos pueden cerrarse, pero nunca obviar del todo. En ellos habita la transparencia y, al mismo tiempo, el secreto. Son superficie y profundidad, frontera y abismo. Los ojos, que bien han sido llamados el espejo del alma, quizá son mucho más que eso: son el punto donde el mundo exterior y el mundo interior se encuentran. Lo que vemos y lo que sentimos se funde en ese pequeño espacio donde la luz se convierte en visión.

Últimamente he pensado muchas veces en lo que significa sostener una mirada. Hay miradas que se sostienen como columnas invisibles, que nos recuerdan que no estamos solos, que hay un suelo donde apoyar los pies incluso cuando todo lo demás tiembla. Son esas miradas que uno recibe en un momento de caída, cuando el cuerpo parece rendirse, y que de algún modo logran transmitir fuerza sin necesidad de palabras.

Pero también hay miradas que pesan. Ojos que se convierten en juicios, acusaciones, o silencios cargados de significados. A veces el dolor no está en lo que alguien dice o no dice, sino en cómo nos mira o no nos mira. Y entonces la mirada puede ser más cortante y dañina que cualquier palabra.

La dialéctica de la vida, pienso, se juega precisamente ahí, no? Entre las miradas que nos sostienen y las que nos hieren. Entre los ojos que nos hacen sentir reconocidos y aquellos que nos devuelven una imagen de nosotros mismos que no queremos aceptar, o no devuelven nada porque nos ignoran. Vivimos atrapados en esa tensión y contradicción del ser.

Quizá el sentido de todo no sea alcanzar una entelequia perfecta, sino simplemente aprender a interpretar todas las miradas como parte del camino. Cada mirada es una narrativa, una hermenéutica en sí misma. No existe una mirada neutra: siempre interpreta, siempre dice algo, incluso en su silencio. De algún modo, vivir es aprender a leer los ojos de los demás y aceptar que los nuestros también son leídos, a veces de formas que no controlamos.

Hay ojos que reflejan odio, pero incluso ahí late un resto de humanidad, porque para odiar hay que haber amado. Ojos que lloran de miedo, pero ese mismo miedo revelan cuánto importa lo que se teme perder. Ojos que se apagan con la despedida final, y que aún así, siguen brillando siempre en la memoria de quién los recuerda.

Mirar a los ojos y entender las miradas también es entrar en una dialéctica sin garantías: quien sostiene una mirada se expone al otro, pero también se descubre a sí mismo. En ese cruce, algo se revela. Quizá eso que llamamos “amar de verdad” no es otra cosa que ese instante en el que dos miradas se encuentran de manera única y ninguna se retira nunca.

El amor, en este sentido, no es solo una emoción, también es la disposición a permanecer en la mirada del otro incluso cuando duele, incluso cuando revela nuestras contradicciones e imperfecciones. Amar es sostener y dejarse sostener en el cruce de miradas, aunque el reflejo no siempre sea perfecto.

Últimamente pienso mucho que vivir la vida se parece a vivir el mar. En la superficie las condiciones pueden ser duras, pero a menudo basta con sumergirse unos metros para descubrir otra verdad: la de la calma que baja las pulsaciones y ralentiza la respiración, la del silencio que te abraza y te mueve con los destellos plateados y las miradas de los peces, ese movimiento armónico y único, acompasado, que no se percibe desde arriba. Así son también las miradas: en la superficie, turbulentas; en lo profundo, capaces de mostrar una serenidad que ni sabíamos que existía.

Quizá de eso se trate en cierto modo, de aprender a bucear en las miradas, y en la vida. No quedarse en la espuma de lo inmediato, sino descender hasta encontrar en los ojos del otro la verdad más honda. Una verdad que no puede expresarse con palabras, con testimonios o narrativas, porque se escapa de todo eso. Es una verdad que se siente, que se habita. Y que, en el fondo, quizá, solo puede llamarse amor.

Un amor que sobrevive a las contradicciones, que no se explica del todo, que duele y al mismo tiempo cura. Un amor que sigue mirando incluso cuando sería más fácil cerrar los ojos. Un amor que no es una entelequia perfecta, pero que en su imperfección nos revela lo que significa estar vivos.

Y entonces quizá lo comprendo bien: la entelequia no es vivir sin contradicciones, sino aceptar que cada mirada, incluso la más dolorosa, forma parte de la plenitud de lo que somos.

Porque hay ojos que no olvidan. Incluso cuando la distancia convierte los días en desierto, basta un recuerdo, una chispa de memoria, y de pronto vuelven a aparecer esas pupilas que en otro tiempo fueron refugio. La memoria es también una mirada, un ojo interior que relee lo vivido y lo transforma en símbolo. A veces recordamos no lo que ocurrió, sino cómo nos miraron mientras ocurría. Y es ahí donde comprendemos que la vida no está hecha solo de hechos, sino también de interpretaciones compartidas.

Mirar y ser mirado son los dos polos de la existencia. El ser humano necesita tanto dar como recibir. Ser invisible, no existir en los ojos de nadie, es quizá la forma más cruel de soledad. Y, al contrario, sentirse visto, reconocido, aunque sea en el dolor, es también una forma de pertenencia.

Hay quien huye de las miradas porque teme lo que pueden mostrar. Pero tarde o temprano la vida nos enfrenta a ellas: la mirada de un desconocido que nos atraviesa, la de un ser querido que nos despide, la de alguien que nos cuestiona, la de alguien que nos ama. Todas ellas nos interpelan, todas nos recuerdan que no debemos ser totalmente autosuficientes solos, que existimos siempre en relación a los demás como seres gregarios que somos.

Quizá por eso la mirada es tan difícil de sostener para mí. Porque nos desnuda, porque revela lo que ni siquiera nosotros sabemos de nosotros mismos. Y sin embargo, es también el lugar donde se enciende la esperanza, el cambio. Porque incluso en los ojos que nos hieren puede aparecer un destello de ternura, un resquicio de verdad, un hilo de luz que nos permite seguir adelante.

La hermenéutica de las miradas nos enseña que no hay interpretación definitiva. Cada encuentro abre un nuevo sentido. Lo que hoy nos parece dolor, mañana puede revelarse como aprendizaje. Lo que ayer fue refugio, hoy puede ser distancia. Y lo que parecía destrucción, con el tiempo puede mostrarse como semilla. La vida no son certezas absolutas, no es blanca o negra, y ciertamente, hay que aprender a ver y mirar con detenimiento toda la escala cromática.

En el fondo, toda la vida se resume en esta dialéctica: entre abrir los ojos y cerrarlos, entre atrevernos a mirar con detenimiento, o no mirar y rendirnos a la oscuridad. Quizá la entelequia que buscamos no sea un estado perfecto, sino esa valentía de mantener los ojos abiertos, incluso cuando duele, incluso cuando lo que se ve hiere. Porque solo así seguimos siendo humanos: seres que miran, seres que son mirados, seres que encuentran en ese cruce el sentido último de la existencia. 

sábado, 6 de septiembre de 2025

Escribo.

Escribe y sigue escribiendo, sin más, eso es lo que en mi mente hoy me dice tu boca. Quizás tenga miles de preguntas para esta realidad desconcertante, quizá no entienda casi nada o puede que lo que entienda no lo esté entendiendo como habría de hacerlo.
Cuando digo que no sé por qué se nace, que no sé por qué se muere, que no sé por qué se existe y que no sé como saber que sería de las cosas si las cosas no existiesen, tú le restas importancia a mis preguntas y me dices en silencio que no cese de escribir y que no piense tanto.

Entonces cae la noche y me concentro, escribo algo que sé que te gustará, y me duermo bajo el recuerdo de un murmullo delicado. Luego me levanto y el tiempo me deja regresar a las dudas de mi mente reflexivamente enfermiza, dudas sin lugar, sin lugar a dudas, pero al fin y al cabo dudo. ¿Por qué dudo? Sin duda, la vida es más fácil cuando se vive sin preguntas, pero no son las preguntas las que hacen complicada la existencia, sino la falta de respuestas, aún sabiendo que las respuestas no son más que la raíz de nuevas preguntas, ya que es posible que las respuestas no existan, ya que es posible que la verdad y la mentira ya sean tan sólo un juego interpretativo, uno de esos malabarismos que entretienen al cerebro humano en un bucle reflexivo en plena era de la posverdad.

Reformulo algo que leí hace años de Paradoxus Luporum y que se me quedó grabado. Lo que me distrae termina poseyéndome, me retiene en su juego, y lo que no me distrae también me encierra porque me deja a solas con mis pensamientos. Tal vez la libertad consista en aceptar que estamos sujetos a la vida, o quizá en reconocer que incluso la muerte forma parte de esa condición. Puede que vivir sea en si mismo una atadura, y que el simple hecho de sospechar que la libertad es una cadena nos convierta en prisioneros de esa idea. Al final, “libertad” y “esclavitud” no son más que etiquetas: ni somos enteramente libres ni enteramente esclavos, simplemente existimos, y en lo que pensamos, terminamos siendo. Si el sentimiento de ser libre depende de cómo interpretamos nuestras experiencias, entonces cada cual puede afirmar su libertad según la sienta, aunque eso no signifique que exista un significado absoluto que se nos imponga a todos.
 
Y cuando termino de definir estas reflexiones en mi mente me dices que las escriba. Sonríes, eso sí, pero me invitas a callarme y deseas que las escriba. Pero... ¿Para qué sirve escribir? ¿Qué es realmente escribir? Finalmente, ante los ojos del mar no somos nada, y las letras nada más que son dibujos, garabatos, siluetas que dejan en la arena los cangrejos ermitaños. Luego todo desaparece, al agua le da igual lo que sientes porque no puede leerlo, sólo es un papel arrugado. El ser humano desaparecerá, el planeta Tierra se volverá frío e inhabitable, el sol explotará y todos esos libros encerrados en bibliotecas y todos esos servidores que alimentan la red, quedarán sepultados por cientos de capas de sedimentos. Las palabras tendrán el mismo sentido que las figuras espontáneas que creemos observar en las nubes cuando se expanden. Todo aquello en lo que el ser humano cree y a lo que le da una importancia inconmensurable, morirá, perderá el sentido o, depende desde que ángulo se mire, ni siquiera perderá el sentido, simplemente no habrá consciencia humana alguna para darle un sentido que en su esencia jamás ha tenido. Porque al universo le somos insignificantes aunque para nuestro pequeño universo humano seamos significantes.

Pero escribo, y envejezco como todos con el paso del tiempo, y termino este texto, que quizá se quedará ahí tirado, efímero como yo, sobre el escritorio en papel o abandonado en algún rincón de la web, donde de vez en cuando alguien lo lee y quizá hasta lo copia y lo pega. Y ya no se sabe quién lo escribió y quién lo sabe no sabe quién soy porque en el infinito del tiempo yo ya estoy muerto. Muerto como la vida misma dentro de los márgenes del capital, muerto como todas las cosas que viven y creen que están vivas, muerto como ese lapso de tiempo en el que nos regodeamos e inventamos nuestra propia ética bajo la llave de la cultura y demás absurdas banalidades importantísimas de la sociedad.

Pero ella sonríe, me abraza, me besa, porque sabe que estamos vivos, que juntos nos sentimos vivos. Su mirada me incita a callarme y mis manos escriben en su piel. La mente se me duerme entre sabanas mentales de suave seda, y respiro profundamente, y regalo mi tiempo a este texto bajo mi pícaro genio, porque al final sé que el tiempo y las ideas, al igual que tú, no tienen dueño.

domingo, 17 de marzo de 2019

Colisión II.

La colisión de un electrón contra mi sien.

Saltar al vacío desde 8.848 metros de altura sobre el nivel del mar y componer en la caída una hermosa sinfonía que nadie escuchará jamás.

Una lobotomía para pensar menos, para sentir menos. Una anencefalia voluntaria.

Dos haces de luz que convergen en mi retina y dibujan formas que me hacen soñar...

¿Aún puedo soñar?

Tres recuerdos que clampan mis arterias y succionan mis pulmones. Nunca puedo respirar.

Cuatro veces que dije que no lo intentaría nunca más. Y lo volví a intentar.

Mil posibles caminos divergentes a mis pies. ¿Por qué no escogí el de baldosas amarillas? Nunca llegaré a Oz.

Incontables autoflagelaciones que fluyen sinérgicas por venas en las que ya no hay sangre. Volver al mar. Fundirse con el mar como una lágrima.

Una vela que se apaga. Un amanecer sin luz.

Una historia en la que, al fin, todo salga bien. Aunque nadie sepa cómo, aunque sea un misterio.

lunes, 19 de noviembre de 2018

Ángel.


ÁNGEL:

I.

El blanco de las prendas de puro algodón relucía como oro en la oscura sala de mármol. Un tanto alejada, una bonita forma geométrica surcaba el suelo llevando agua clara; impasible cruzaba más de la mitad del pequeño sótano y su murmullo, sin embargo, llenaba todo el recinto muchísimos metros más allá, inquietante y rítmico.

Con sumo cuidado se deshizo de los tejanos y la camiseta, los dobló con pulcritud enfermiza y los dejó junto al cojín. En sólo tres pasos cubrió la distancia que le separaba del agua y comenzó a entonar los versículos que le habían enseñado mientras sumergía lentamente las manos en el líquido, que se teñía de rojo al contacto con su piel tostada. Las dulces notas de la salmodia desentumecían el aire viciado del cuarto. Sus dedos empezaron a frotar el resto del cuerpo hasta que un charco purpúreo cubrió las baldosas del pavimento a su alrededor.

Se dio la vuelta y tomó entre sus manos los níveos ropajes. Desdobló lentamente la camisa y los pantalones y, como fin a sus cánticos, se vistió de nuevo.

Ahora no importaba el principio, y él no estaría para contemplar el final.

Ahora importaba el momento.

Sólo 30 minutos fueron suficientes para llegar al paraíso. Una explosión y las puertas de la luz se abrían al guerrero que entregaba su vida al gran Dios. Fuera, la sangre y el polvo cubrían los ojos de Angie que miraba sin comprender cómo, de pronto, al entrar en el lavabo, un ángel blanco había hecho estallar todo a su alrededor, y no alcanzaba a entender tampoco cómo ese ángel, sin siquiera cogerla de la mano, le había separado de su cuerpo y la hacía flotar en rápida ascensión junto a otros muchos más sin rumbo a ninguna parte, al futuro, al recuerdo. Angie quería preguntar al ángel: ¿Por qué me has traído contigo? ¿Por qué nos has traído a todos aquí? Pero de pronto la luz de lo eterno le cegó y no pudo articular palabra alguna, mientras el ángel, con una sonrisa encendida llena de llanto ascendía más allá de las estrellas, más allá del infinito, más allá de donde toda conciencia es capaz de imaginar.

II.

  • Pero... ¿Y si fuera cierto mamá?
  • No Abdel, no es cierto. Debes creerme ¡No hay ningún dios! Las personas creen en dios como aquél que les librará de todo mal, sin saber que el mal nace con ellos y ya es parte de su ser. Creen en ese sueño y lo idealizan hasta el punto de perder la razón y matar, morir por él. ¿Quieres eso para ti Abdel? ¿Es eso lo que quieres?
  • No.
  • ¡No agaches la cabeza Abdel! Dime ¿es eso lo que quieres?
  • No madre, no lo quiero.

Pero... ¿y si fuera cierto?

  • ¿Dónde está padre?
  • Abdel, estoy ocupada.
  • Pero madre, ¡necesito saberlo!
  • Está lejos, Abdel, muy lejos.
  • Madre ¿si rezo a Dios lo traerá de vuelta?
  • Abdel, Dios no existe.
  • ¡Sí existe, madre! ¡Yo le he hablado, y sé que me escuchó!
  • Abdel, vete.

De pronto se encontraban en la mezquita. Luces y sombras entrelazadas jugaban con el polvo suspendido en el ambiente. Notas y notas danzaban según un curioso ritmo inexistente y penetraban en su mente hasta sumergirle en el estado límite entre la consciencia y la inconsciencia. En ese instante en que todo parecía desdibujarse mil sentimientos azotaban su cuerpo con fuerte intensidad. Amor, odio, pasión, duda, devoción, fe...

Muchas veces, miles, Abdel acudió lleno de dudas a su madre, su único pilar, y con el tiempo. Acostumbrado a las negociaciones constantes y el rechazo, Abdel dejó de preguntar. Algunas cuestiones las resolvió solo, otras las dejó a merced de su imaginación, y otras las olvidó, nunca existieron.

Y de la noche a la mañana Abdel ya no necesitaba saber, ya sabía. Ya no era un niño asustado a la deriva de una vida sin sentido, dependiendo de circunstancias que no podía controlar.

Pronto, Abdel desplegó las alas y comenzó su vuelo, un vuelo que duraría tanto, y tan poco. Ángel del olvido siempre voló solo. Olvidaba; olvidaba hasta mimetizarse con el propio olvido, hasta ser incapaz de recordar quién era, qué quería, y fijó una única meta en su memoria diezmada y derruida, y se aferró a tal esperanza hasta convertirla en su vida, y nada más era importante, nada más existía, todo lo demás era polvo, viento y polvo.

En el viento navegaba. Jerusalén le vio crecer siete años de su existencia. La historia le hablaba en cada piedra, susurraba, contaba triste el momento en que la humanidad decidió luchar por lo más sagrado. Lentamente, relataba cada muerte y cada vida, cada rey, cada soldado, caballero, escudo, espada quebrada con sangre derramada tiñeron su orgullo y su nombre y así, una misma idea dividida convirtió tal lugar en una extensión del mismo infierno.

¿Nunca has observado el vuelo del gorrión? Temprano, siempre, cantan, vuelan, cantan, vuelan...
¿Nunca has explorado todos los olores de un amanecer? Fresco, nuevo, y diferente cada día, hermoso hasta rozar lo divino, irreal...
¿Nunca te detuviste a escuchar la noche? Cientos de lugares se transforman y otra ciudad se despierta mientras duermes. El silencio recorre nuestras calles y las cura del frenesí del día pasado.
¿Nunca has pensado qué ocurrirá después? Cuando todo acabe, un suave anochecer, lento y sereno, elevando tu silencio hasta un murmullo imperceptible muy sonoro, elevando tu alma de elegantes tonos coloreada hasta la estrella más lejana que es tu sitio, que es tu fin.

No solía suceder, pero a veces, Abdel descuidaba su conciencia y el recuerdo de las palabras de su madre transformaban su resolución en un simple sollozo aunque, por desgracia para muchos, nunca duraba.

Nadie reparaba en él, triste, sin sentido, bondadoso ángel caído, esperaba y planeaba su muerte en el férreo silencio en el que todo sana y todo queda. Despreciaba las palabras, tan banales, tan frágiles y olvidadizas, así como a los humanos que las utilizaban tan irresponsablemente, tan a la ligera. Una de las pocas cosas que recordaba Abdel de su padre es que pocas veces le oía hablar. Al preguntarle por qué, él le respondía: “Nunca hables si no puedes mejorar el silencio”.

Ángel de oscuridad, su esencia tenía origen en un lugar mucho peor que el infierno o el cielo. Su mal, tan profundo, oscurecía corazones a su paso, se colaba por rendijas y orificios, bajo las puertas, por una ventana abierta. Sus ojos te atrapaban en su cruel vacío insondable. Su figura angelical traía muerte y daño, y mientras tanto, un resquicio de luz asomaba ya en las puertas del firmamento.

Negro impenetrable. Ángel de la noche, ángel del miedo, su conciencia reducida a cenizas ya no tenía cabida en su mente. Hacía tiempo que había ahogado la voz de su madre con sangre, y ya estaba preparado.

III.

Un cielo congestionado de nubes oscurecía aquel día la mortecina luz que aún podía apreciarse en esa época del año. Hay quienes se sienten seguros en medio de una gran multitud, ese era el caso de Angie. Un par de años antes aún se mostraba reticente a las grandes masas, hasta que una peligrosa confianza se instaló en su mente y por fin le concedió a su hija el deseo de conocer el centro. Ellas vivían algo alejadas de la verdadera ebullición de la sociedad, y su hija desde los 4 años añoraba poder descubrirla. Ahora lo haría. Tan solo el placer que la embargaba al mirar sus ojos asombrados rebosantes de júbilo compensaba cualquier miedo que ella pudiera tener.

Angie observaba a su alrededor con tanta fruición que parecía querer memorizar cada ladrillo de cada edificio que veía pasar. Pronto llegaron a su destino: una altísima construcción enteramente de vidrio y metal se alzaba ante ellas. Las vigas atravesaban el cristal hermoso tan frío y céreo como los rayos de sol rasgan una noche sin estrellas, hermosos cabellos de plata prendidos en un refulgente mar de transparencia. El mayor almacén de juguetes de toda la zona se le antojó demasiado imponente, alto e inerte, aunque este pequeño detalle solo supuso un sabor agridulce para su deleite.

Las horas pasaban por delante de Angie sin apenas darse cuenta. Había visto todos los juguetes que ni siquiera imaginaba que pudieran existir. Juguetes de todos los tamaños, marcas, colores, funciones. Juguetes electrónicos, juguetes con motor, juguetes con pilas y la planta en la que más se detuvieron: muñecas. Todo un pasillo inmaculado, saturado de impecables estanterías blancas se extendía hasta casi perderse en un horizonte colmado de falsas sonrisas tejidas. Sería cruel hacerle escoger, pero, o eso esperaba su madre, Angie no tendría problemas. Rápidamente guió a su madre entre los estantes para dirigirse directamente a la zona donde ese color rosa tan discriminatorio desaparecía. Una suave sonrisa se dibujó en sus labios. Soltó su mano y empezó a caminar muy despacio por la galería. Sus dedos se detenían a menudo en algunas para tocar los cabellos, mirar sus ojos o palpar vestidos. Al poco tiempo regresó. La muñeca que había elegido era realmente sencilla, pero no por ello menos hermosa, con un vestido azul como sus ojos y un largo cabello de hilo negro.

  • ¿Esa te gusta?
  • Esta.

Sacudió enérgicamente la cabeza en señal de aprobación y abrazó el juguete con fuerza. Se dirigieron hacia los servicios. “El viaje de vuelta será largo”, pensó la madre de Angie.

  • ¡Entro yo sola mami!

Percibió con una mezcla de orgullo y gracia el tono de reproche de su voz. ¡Quería hacerse grande tan rápido! Pero se sentó dócilmente a esperarla. Vio extrañada cómo se detenía en la puerta. Miró por encima del hombro. El desconcierto recorrió cada poro de su piel. Allí, frente a Angie, el ángel de la muerte se alzaba blanco y amenazador. Un intenso zumbido acribillaba sus oídos.
Supo que era tarde y, sin embargo, corrió desesperadamente hacia ella, para que, en apenas un instante, una fuerte barrera de aire caliente la impulsara hacia atrás, lejos, muy lejos. Al levantar la cabeza, la madre de Angie vio su propia consternación reflejada en mil ojos más. Veloz llegó junto a los lavabos, pero sólo sangre y polvo aguardaban cruelmente allí.

Mucha más gente lloraba; muchos miraban aterrorizados la masacre a su alrededor; muchos habían muerto; muchos estaban heridos, pero nadie gritó como lo hizo ella, y ese grito se coló en cada esquina de aquél maldito edificio, penetró en los oídos de cada persona que observaba con desconcierto a su alrededor, congeló los corazones de todos aquellos que sonreían por encontrarse ilesos. Paralizo el mundo; el cielo y el infierno se estremecieron; todo se sumergió en un extraño silencio.

Su corazón simplemente parecía haberse detenido también. Allí yacía la sombra de todo lo que en esta vida le era importante, el murmullo de un amor extinto y enterrado. Sólo sangre, sangre ajena también, mucha, pero la madre de Angie sólo podía mirar, con ojos difuminados por las lágrimas que acudían inexorablemente a ellos, una pequeña muñeca azul destrozada, cubierta de polvo, cubierta de miedo y de dolor, cubierta de rabia. Dolor en intensidad superlativa, angustia al vacío pues... ¿qué quedaba sino un tremendo vacío? Un gran abismo se extendía por su corazón ennegreciéndolo a su paso. La inexpresión empezó a ocultar cada contracción de daño de su rostro hasta quedar tan solo un gesto que quitaba el aliento, pues nada de humano quedaban en ella, y así seguiría largo tiempo, hasta que las líneas de la edad agrietaran su carne y el tiempo saldase su cruel deuda. Su existencia solo era ahora un triste presente perverso.

Ahora dos ángeles, uno de la noche, uno de la luz, suben juntos de la mano hacia lo incierto. Ahora una vida arrebatada reclama con un grito su lugar en el paraíso. Ahora todo acaba. El día ve su final con un cielo de tonos rojo atardecer. El sufrimiento empaña los fríos cristales de cada hogar que no volverá a ver a su ser querido. Y el día acaba, ajeno a todo. El sol cae, las sombras se anuncian y el sueño se abraza con fuerza a los corazones que sangran. La muerte encuentra su apogeo en el estremecer de tantas vidas y el silencio recorre de nuevo las calles. Ni rastro del bullir de la vida.

El blanco de las prendas de puro algodón relucía como oro en la oscura sala de mármol...

miércoles, 9 de mayo de 2018

Muros.

Algo que se ha mantenido durante todos estos años de ir y venir y de cambios en mi punto de vista ha sido precisamente la sensación de golpear mi cabeza contra un muro de ladrillos (o de hormigón armado en el peor de los casos). A veces contra muros fuera de mí y otras veces contra muros dentro de mí. Últimamente me duelen menos estos golpes contra muros interiores por haber asumido que van a estar ahí un buen rato, si no para siempre. Encontrarte con otras personas, en el 99% de los casos hombres, que no entienden en absoluto la problemática de género tal y como yo la veo, que no son (somos) capaces de reaccionar ante ningún tipo de agresión o comportamiento violento derivado de nuestros privilegios, que no comprende el hecho de que efectivamente por haber sido educados hombres tenemos privilegios... me hace sentir golpeandome contra el muro. Siento que nos volvemos locos intentando justificar cosas que no son justificables si las aplicamos a otras cuestiones. Nadie habla con tanta ambigüedad de anticapitalismo o especulación como se habla de antisexismo en la mayoría de los círculos en los que me muevo. Siento que a pesar de décadas de feminismo todavía no hemos asimilado apenas nada de la profundidad de su discurso. Aún nos tomamos el feminismo como algo de lo que nos debemos defender, y no como lo que es, un discurso liberador.

Es una manera simple y tonta de explicar algo que en realidad sé que es muy complicado... Pero en fin, que la triste realidad es que aunque discursivamente podamos decir "ya no somos hombres" y quedarnos tan anchos, en la realidad empezamos a golpearnos, a golpearnos esta vez contra nuestros muros adentro, que sólo veremos si miramos bien, pero que están, vaya que si están, y no se van a derribar solos.

Me cuesta a veces creerme todo lo que queda de hombre en mí. Es siempre mucho más de lo que me esperaba. Y no pretendo caer en la paranoia y la flagelación cristiana con este tema. Es sólo que bueno, exceso de confianza en uno mismo (muy masculino por cierto), siempre acabo pensando que ya está, que ya lo he hecho, que he cambiado. Como si estuviera engañando a mi psicólogo o alguna mierda así. Y vaya, día tras día, las situaciones, los sentimientos, personas cercanas, la gente alrededor... me van enseñando cuántas veces más la puedo cagar aún. Cuantas veces más puedo mirarme y ver cosas que no me gustan. Y no me torturo por esto, al contrario, saber que te quedan cosas por hacer, por cambiar, significa para mí saber que sigues vivo, que la sangre corre y el Sol está ahí cuando te levantes para ayudarte a entender nuevas cosas a las que a lo mejor antes ni siquiera habías mirado. Esto es vivir para mí.

domingo, 17 de septiembre de 2017

¿Vivir?

No sé si estamos hechos de polvo de estrellas, esa es solo otra frase de filosofía en tarros para mí.

No sé si esta vida tiene un sentido profundo y trascendente. La vida solo es como un delirio distópico para mí desde hace demasiado tiempo.

No sé si el ser humano es bueno por naturaleza, o si el ser humano es incomprensiblemente estúpido para mi desde hace demasiado tiempo.

No sé si existen los milagros, pero ser capaz de levantarme cada día y seguir luchando me parece algo muy parecido.

No sé si existe el amor, o hace tiempo que olvidamos ese concepto en su significado original y todo lo que tenemos ahora es una mera copia perversa de lo que un día fue.

Si muriese ahora mismo para regresar a las estrellas sentiría que pasé mi vida injustamente encadenado a obligaciones asfixiantes sin retribución, aferrado a la esperanza absurda. Si muriese para volver a las estrellas ¿Podría abrazar de nuevo todo aquello que perdí por el camino, todo aquello que ni siquiera llegue a tener como deseaba?

Morir es fácil, vivir es recorrer una cuerda desatando nudos. Vivir es desenredar los cascos de la existencia.

Vivir constantemente tan lejos del mundo y tan cerca, renunciando a tanto por tan poco, perdiendo tanta vida, es un acto inexplicable de fe.
Como creer que el alma viaja en las estrellas a lugares llenos de luz.
Como creer que un día todo tendrá sentido.
Como amar sin reservas.
Como vivir.