Hay momentos en la vida en los que todo lo que te parecía tan estable deja de serlo de golpe. No siempre por un único acontecimiento, a veces es una acumulación de pequeñas tensiones o errores que, sin hacer ruido, van debilitando la estructura que te sostenía el día a día. Cuando eso ocurre, uno no pierde solo certezas internas y externas como pueden ser una relación, un hogar, o un proyecto, sino algo mucho más difícil de nombrar: la sensación íntima de estar habitando un lugar reconocible en el mundo. La vida no entiende de oportunismos en este sentido y las cosas rara vez suceden en el momento más indicado o que más nos gustaría. A veces el golpe viene con la sensación de haber construido algo mientras lo ves romperse cuando aún estabas aprendiendo a habitarlo. Como si el esfuerzo, el sueño, o el futuro proyectado, se quedaran flotando, sin dueño, sin cuerpo.
En esos momentos siempre aparece una soledad extraña pero muy habitual para cualquier persona atravesando un momento vital complicado. No es solo la soledad de estar físicamente solo, sino la de sentir que nadie más comprende o puede cargar exactamente con lo que llevas dentro. Que lo que te duele no encaja bien en las conversaciones rápidas ni en los consejos bienintencionados del día a día en tu red de apoyo. Y, aun así, seguir adelante en la sociedad y el mundo actual se convierte en un acto heroico pero casi mecánico: ir a trabajar, entrenar, hacer planes, cumplir con las obligaciones, aparentar que el suelo sigue firme bajo los pies, seguir hacia delante, no detenerse. Es precisamente en esos momentos cuando el futuro se vuelve más opaco. No como el que se enfrenta a una amenaza clara, sino como el que transita una niebla espesa en la que cada decisión parece provisional y cada paso carece de suelo firme sin ver un horizonte claro. Se sigue avanzando, pero con la conciencia constante de que ya no basta con repetir lo que antes funcionaba. La vida deja de responder a automatismos y se exige una escucha y una toma de decisiones mucho más profunda, más incómoda, más sincera y honesta.
Pero hay algo profundamente humano en detenerse y reconocer que no siempre podemos con todo. Que no pasa nada por tambalearse, por pedir ayuda. Que pedir ayuda no es fallar, sino asumir con honestidad que algunas etapas no están pensadas para atravesarse en solitario. Es fácil entonces caer en momentos así en la tentación de hacerlo todo solo. De pensar que aislarse es una forma de proteger a los demás o de ordenarse por dentro antes de volver a exponerse. Pero hay un error silencioso en esa lógica: el ser humano no está hecho para comprenderse únicamente desde la clausura. Somos seres gregarios. El dolor que no se comparte acaba deformándose. No porque no pueda sostenerse, sino porque pierde perspectiva. Quizá crecer y madurar no sea tanto evitar el dolor o acostumbrarse a él, como aprender a sostenerlo y con quién sostenerlo sin que nos rompa. Aprender a mirarnos sin autoengaño cuando todo lo externo se cae. Aprender a aceptar que hay procesos que no se cierran rápido, que hay duelos que no siguen un calendario razonable y que reconstruirse es, muchas veces, un trabajo silencioso y a menudo poco visible desde fuera.
Abrirse emocionalmente no debe entenderse como la necesidad o la urgencia por explicarlo todo en la narrativa que más nos autojustifica y nos valida, no debe ser una mera reafirmación personal. A veces es simplemente nombrar lo esencial de lo que se siente, admitir que algo se ha roto y que aún no se sabe cómo recomponerlo. Existe una diferencia radical entre exponerse y entregarse a la intemperie: compartir carga es un acto consciente, elegido, que no busca reparación inmediata, sino presencia, reconocer el sufrimiento propio en los demás, compartirlo con ellos, reconocerse y reconocerlos. Porque no se trata solo de atravesar el duelo de lo perdido, sino de revisar de forma honesta el camino que te condujo hasta allí. Mirar de frente los errores cometidos, no para flagelarse, sino para comprender las dinámicas que los hicieron posibles. Y asumir algo profundamente humano y profundamente difícil: que entender por qué se repiten ciertas conductas no garantiza que no vuelvan a aparecer, pero sí ofrece una oportunidad real de intervenir en ellas con mayor lucidez. Revisarse en momentos vitales complejos no debe ser entendido como un gesto egoísta, sino como una forma de autorresponsabilidad. Implica aceptar que no todo lo que se hizo fue inevitable, pero tampoco arbitrario. Que muchas decisiones nacen en zonas internas de nosotros mismos aún no trabajadas lo suficiente. Y que el compromiso ético con uno mismo consiste en no mirar hacia otro lado cuando esas zonas quedan al descubierto y nos condicionan para mal tanto a nosotros como a nuestro entorno.
Hay otro elemento que suele pasar inadvertido en los momentos de quiebre: el choque no es solo con la propia historia, sino también con el marco social que la contiene. Vivimos en una época que se llena la boca con el lenguaje del autocuidado, de la salud mental y de la empatía, pero que sigue castigando (con menos sutileza que antes si cabe, en plena era de la brutalidad y la hiperexposición social) a quien se detiene, a quien falla, a quien no logra sostener una narrativa de éxito y autorrealización continua. El discurso es a priori amable; la práctica, ya no tanto. Se invita a hablar, pero se incomoda o silencia al que habla demasiado o de formas menos normativas. Se alaba la terapia, pero se teme o se señala más a quien reconoce que la necesita. Se reivindica el autocuidado, pero se aparta al que no puede rendir y producir al ritmo que se le exige. En esa dialéctica contemporánea hay una violencia psicológica silenciosa que nos erosiona por dentro. Obliga a vivir el derrumbe como algo que debe resolverse rápido y en privado, sin afectar al ritmo general. Como si el dolor tuviera un plazo socialmente aceptable. Como si la fragilidad fuera tolerable solo mientras no incomode y se maquille lo mejor posible para que no afecte a los demás. Quizá por eso muchos procesos internos muy jodidos de muchas personas se acaban viviendo en una soledad extrema que a veces lleva inevitablemente incluso al suicidio. No porque no haya personas alrededor, sino porque tampoco hay espacio simbólico suficiente para la complejidad y la apertura emocional honesta y sin que sea juzgada o rechazada. Se toleran las historias simples, los cierres rápidos, los relatos fácilmente digeribles. Lo vitalmente traumático, lo emocionalmente contradictorio y complejo, o lo que sigue en elaboración, genera rechazo. Desde ahí nace la demonización y el estigma. No siempre explícita, no siempre consciente. Etiquetar, reducir, congelar al otro en una versión simplificada permite no mirar de frente lo que incomoda: que cualquiera puede perder el equilibrio si el contexto se vuelve lo suficientemente exigente y las circunstancias lo suficientemente desfavorables. Que la mayoría de nosotros hemos estado, seguramente, en más de una ocasión, a un par de malas decisiones más de acabar muy mal. Que la estabilidad es casi una utopía en el mundo actual.
Vivimos en un mundo que exige estabilidad y fortaleza constante en medio de una precariedad emocional cada vez más normalizada. En medio de una vorágine cada vez mas exacerbada de posverdad, falta de rigor y honestidad intelectual, incertidumbre, prioridad por la inmediatez y lo material, y de normalización de la superficialidad emocional e intelectual. Se espera que sepamos en todo momento con toda certeza quiénes somos, qué opinamos, qué queremos, y hacia dónde vamos, incluso cuando el contexto cambia constantemente de forma violenta. Como si la duda o el error fueran un defecto, y no una consecuencia directa y lógica de vivir tiempos cada vez más complejos. Cuidar la salud mental, en ese marco, deja de ser solo un proceso íntimo y se convierte en un gesto de resistencia. Resistencia a la exigencia de estar bien antes de tiempo. Resistencia a la idea de que comprenderse es excusarse. Resistencia al mandato de cerrar en falso para no molestar. Resistencia, en general, a lo social y mayoritariamente establecido. Porque al final, incluso en los momentos más oscuros, permanecer lúcido y honesto con uno mismo también es una forma silenciosa de resistencia.
La salud mental sigue siendo uno de los grandes tabúes contemporáneos. Cada vez más visible pero al mismo tiempo cada vez más inalcanzable para muchos. La brecha en la salud mental se amplía. Se nombra mucho, pero al mismo tiempo se escucha de verdad muy poco. Se reivindica en abstracto, pero incomoda cuando deja de ser estética y se vuelve real, incómoda, o contradictoria. Aún cuesta aceptar que una persona pueda estar rota y ser funcional al mismo tiempo. Que alguien pueda cumplir con todo mientras por dentro esta gritando e intentando no perderse del todo. Una sociedad que teme la fragilidad y rechaza la vulnerabilidad termina perdiendo el sentido de lo humano. Por eso compartir la carga en este contexto no es un lujo emocional, sino una necesidad ética individual y colectiva. Y no con cualquiera. No con quienes escuchan para clasificar, ni con quienes acompañan para juzgar desde arriba, ni con quienes exigen coherencia inmediata, ni con quienes manipulan para alimentar su propio ego o en su propio beneficio. Sino con personas buenas en el sentido más sencillo de la palabra: aquellas que no utilizan el dolor ajeno como instrumento. Personas puras no porque no se equivoquen, sino porque no instrumentalizan el sufrimiento. Personas honestas no porque lo entiendan todo, sino porque no fingen entenderlo. Hay algo profundamente reparador en ser sostenido sin ser explicado. En poder decir “no sé todavía quién soy después de esto” sin que esa frase sea vivida como una amenaza o un signo de debilidad. En permanecer en contacto con los demás sin necesidad de mostrar una versión ordenada y de fortaleza en uno mismo. Esa necesidad, tan poco enseñada especialmente entre los hombres, muy poco masculino (en su sentido más tradicional) por cierto, de compartir la carga, de llorar, de desahogarse con los otros, es fundamental. De dejar que personas buenas, honestas, sin disfraces, sostengan partes del peso cuando uno ya no puede. La necesidad de tener esas conversaciones incómodas, pero necesarias, de exponerse, abrirse en canal a los otros cuando se esta mal. No para que nos salven, sino para no perder el sentido y compartir el dolor del golpe al chocar una y otra vez contra los mismos muros. La dignidad no está en aguantarlo todo, sino en saber cuándo extender la mano para que te ayuden a levantarte. Porque cuando el mundo se vuelve hostil a la complejidad, mantener el sentido ya no consiste en tener razón, sino en no perder la propia humanidad ni la mirada humana sobre los otros. Compartir la carga, en ese punto, actúa como un ancla. El anclaje que evita que el golpe termine cristalizando únicamente en rabia, enfado, frustración, cierre emocional forzado, o negación. No se trata solo de sobrevivir al impacto, sino de no permitir que el impacto se convierta en el único filtro desde el que se interpreta la realidad. La tentación de endurecerse, de cortar afectivamente con todo, de reducir lo vivido a una lógica de vencedores y vencidos, es comprensible, pero profundamente empobrecedora a nivel espiritual. Tal vez sanar no consista en aislarse del daño, sino en impedir que el daño colonice el sentido. Y eso rara vez puede hacerse en soledad.
A veces, cuidar de uno mismo es también cuidar de la posibilidad de seguir creyendo en los vínculos, incluso cuando algunos se rompen. Elegir apoyarse en presencias limpias, aunque sean pocas, es una forma de no perder el rumbo cuando se choca contra los muros del estigma, del juicio o de la incomprensión. Porque al final no es solo una historia personal lo que se quiebra, sino una determinada idea de estabilidad. Y reconstruirla exige tiempo, revisión, paciencia… y compañía. Sobre todo, compañía. No para volver a ser quien se era. Sino para devenir en alguien más consciente de sus límites, de su bendición y su maldición particular, de su luz y de su oscuridad, de su capacidad para cuidar tanto como de su capacidad para dañar.
Supongo que por eso es tan importante revisarse cuando la vida más nos aprieta, y hacer apología del autoconocimiento. No para castigarse, ni caer en la autoflagelación cristiana, sino para comprenderse. Para ver qué patrones se repiten, desde dónde reaccionamos, qué heridas siguen abiertas y qué miedos nos gobiernan sin que nos demos cuenta. Porque hay errores que no se superan ignorándolos, sino entendiéndolos a fondo. Y, si vuelven a aparecer, al menos, saber por qué lo hacen, eso, din duda, dice mucho más bueno de nosotros, que sencillamente, fingir que ya no importan, o mirar para otro lado.
Quizá la verdadera fortaleza sea conseguir permanecer abierto a sentir en un mundo que nos invita al cierre y la insensibilización constante. Quizá la verdadera fortaleza sea seguir creyendo en el cuidado de uno mismo y de los otros, en la responsabilidad emocional y afectiva, en el trabajo interior, aunque el entorno material y la inercia del capital nos empujen constantemente y con mucha fuerza hacia todo lo contrario. Quizá la verdadera fortaleza sea seguir apostando por el pensamiento crítico, por la justicia social, por la empatía y el crecimiento individual y colectivo sano, responsable, y sostenible, cuando lo más fácil sería seguir mirando para otro lado.