ÁNGEL:
I.
El
blanco de las prendas de puro algodón relucía como oro en la oscura
sala de mármol. Un tanto alejada, una bonita forma geométrica
surcaba el suelo llevando agua clara; impasible cruzaba más de la
mitad del pequeño sótano y su murmullo, sin embargo, llenaba todo
el recinto muchísimos metros más allá, inquietante y rítmico.
Con
sumo cuidado se deshizo de los tejanos y la camiseta, los dobló con
pulcritud enfermiza y los dejó junto al cojín. En sólo tres pasos
cubrió la distancia que le separaba del agua y comenzó a entonar
los versículos que le habían enseñado mientras sumergía
lentamente las manos en el líquido, que se teñía de rojo al
contacto con su piel tostada. Las dulces notas de la salmodia
desentumecían el aire viciado del cuarto. Sus dedos empezaron a
frotar el resto del cuerpo hasta que un charco purpúreo cubrió las
baldosas del pavimento a su alrededor.
Se
dio la vuelta y tomó entre sus manos los níveos ropajes. Desdobló
lentamente la camisa y los pantalones y, como fin a sus cánticos, se
vistió de nuevo.
Ahora
no importaba el principio, y él no estaría para contemplar el
final.
Ahora
importaba el momento.
Sólo
30 minutos fueron suficientes para llegar al paraíso. Una explosión
y las puertas de la luz se abrían al guerrero que entregaba su vida
al gran Dios. Fuera, la sangre y el polvo cubrían los ojos de Angie
que miraba sin comprender cómo, de pronto, al entrar en el lavabo,
un ángel blanco había hecho estallar todo a su alrededor, y no
alcanzaba a entender tampoco cómo ese ángel, sin siquiera cogerla
de la mano, le había separado de su cuerpo y la hacía flotar en
rápida ascensión junto a otros muchos más sin rumbo a ninguna
parte, al futuro, al recuerdo. Angie quería preguntar al ángel:
¿Por qué me has traído contigo? ¿Por qué nos has traído a todos
aquí? Pero de pronto la luz de lo eterno le cegó y no pudo
articular palabra alguna, mientras el ángel, con una sonrisa
encendida llena de llanto ascendía más allá de las estrellas, más
allá del infinito, más allá de donde toda conciencia es capaz de
imaginar.
II.
- Pero... ¿Y si fuera cierto mamá?
- No Abdel, no es cierto. Debes creerme ¡No hay ningún dios! Las personas creen en dios como aquél que les librará de todo mal, sin saber que el mal nace con ellos y ya es parte de su ser. Creen en ese sueño y lo idealizan hasta el punto de perder la razón y matar, morir por él. ¿Quieres eso para ti Abdel? ¿Es eso lo que quieres?
- No.
- ¡No agaches la cabeza Abdel! Dime ¿es eso lo que quieres?
- No madre, no lo quiero.
Pero... ¿y si fuera cierto?
- ¿Dónde está padre?
- Abdel, estoy ocupada.
- Pero madre, ¡necesito saberlo!
- Está lejos, Abdel, muy lejos.
- Madre ¿si rezo a Dios lo traerá de vuelta?
- Abdel, Dios no existe.
- ¡Sí existe, madre! ¡Yo le he hablado, y sé que me escuchó!
- Abdel, vete.
De pronto se encontraban en la mezquita. Luces y sombras entrelazadas
jugaban con el polvo suspendido en el ambiente. Notas y notas
danzaban según un curioso ritmo inexistente y penetraban en su mente
hasta sumergirle en el estado límite entre la consciencia y la
inconsciencia. En ese instante en que todo parecía desdibujarse mil
sentimientos azotaban su cuerpo con fuerte intensidad. Amor, odio,
pasión, duda, devoción, fe...
Muchas veces, miles, Abdel acudió lleno de dudas a su madre, su
único pilar, y con el tiempo. Acostumbrado a las negociaciones
constantes y el rechazo, Abdel dejó de preguntar. Algunas cuestiones
las resolvió solo, otras las dejó a merced de su imaginación, y
otras las olvidó, nunca existieron.
Y de la noche a la mañana Abdel ya no necesitaba saber, ya sabía.
Ya no era un niño asustado a la deriva de una vida sin sentido,
dependiendo de circunstancias que no podía controlar.
Pronto, Abdel desplegó las alas y comenzó su vuelo, un vuelo que
duraría tanto, y tan poco. Ángel del olvido siempre voló solo.
Olvidaba; olvidaba hasta mimetizarse con el propio olvido, hasta ser
incapaz de recordar quién era, qué quería, y fijó una única meta
en su memoria diezmada y derruida, y se aferró a tal esperanza hasta
convertirla en su vida, y nada más era importante, nada más
existía, todo lo demás era polvo, viento y polvo.
En el viento navegaba. Jerusalén le vio crecer siete años de su
existencia. La historia le hablaba en cada piedra, susurraba, contaba
triste el momento en que la humanidad decidió luchar por lo más
sagrado. Lentamente, relataba cada muerte y cada vida, cada rey, cada
soldado, caballero, escudo, espada quebrada con sangre derramada
tiñeron su orgullo y su nombre y así, una misma idea dividida
convirtió tal lugar en una extensión del mismo infierno.
¿Nunca
has observado el vuelo del gorrión? Temprano, siempre, cantan,
vuelan, cantan, vuelan...
¿Nunca
has explorado todos los olores de un amanecer? Fresco, nuevo, y
diferente cada día, hermoso hasta rozar lo divino, irreal...
¿Nunca
te detuviste a escuchar la noche? Cientos de lugares se transforman y
otra ciudad se despierta mientras duermes. El silencio recorre
nuestras calles y las cura del frenesí del día pasado.
¿Nunca
has pensado qué ocurrirá después? Cuando todo acabe, un suave
anochecer, lento y sereno, elevando tu silencio hasta un murmullo
imperceptible muy sonoro, elevando tu alma de elegantes tonos
coloreada hasta la estrella más lejana que es tu sitio, que es tu
fin.
No solía suceder, pero a veces, Abdel descuidaba su conciencia y el
recuerdo de las palabras de su madre transformaban su resolución en
un simple sollozo aunque, por desgracia para muchos, nunca duraba.
Nadie reparaba en él, triste, sin sentido, bondadoso ángel caído,
esperaba y planeaba su muerte en el férreo silencio en el que todo
sana y todo queda. Despreciaba las palabras, tan banales, tan
frágiles y olvidadizas, así como a los humanos que las utilizaban
tan irresponsablemente, tan a la ligera. Una de las pocas cosas que
recordaba Abdel de su padre es que pocas veces le oía hablar. Al
preguntarle por qué, él le respondía: “Nunca hables si no
puedes mejorar el silencio”.
Ángel de oscuridad, su esencia tenía origen en un lugar mucho peor
que el infierno o el cielo. Su mal, tan profundo, oscurecía
corazones a su paso, se colaba por rendijas y orificios, bajo las
puertas, por una ventana abierta. Sus ojos te atrapaban en su cruel
vacío insondable. Su figura angelical traía muerte y daño, y
mientras tanto, un resquicio de luz asomaba ya en las puertas del
firmamento.
Negro impenetrable. Ángel de la noche, ángel del miedo, su
conciencia reducida a cenizas ya no tenía cabida en su mente. Hacía
tiempo que había ahogado la voz de su madre con sangre, y ya estaba
preparado.
III.
Un cielo congestionado de nubes oscurecía aquel día la mortecina
luz que aún podía apreciarse en esa época del año. Hay quienes se
sienten seguros en medio de una gran multitud, ese era el caso de
Angie. Un par de años antes aún se mostraba reticente a las grandes
masas, hasta que una peligrosa confianza se instaló en su mente y
por fin le concedió a su hija el deseo de conocer el centro. Ellas
vivían algo alejadas de la verdadera ebullición de la sociedad, y
su hija desde los 4 años añoraba poder descubrirla. Ahora lo haría.
Tan solo el placer que la embargaba al mirar sus ojos asombrados
rebosantes de júbilo compensaba cualquier miedo que ella pudiera
tener.
Angie observaba a su alrededor con tanta fruición que parecía
querer memorizar cada ladrillo de cada edificio que veía pasar.
Pronto llegaron a su destino: una altísima construcción
enteramente de vidrio y metal se alzaba ante ellas. Las vigas
atravesaban el cristal hermoso tan frío y céreo como los rayos de
sol rasgan una noche sin estrellas, hermosos cabellos de plata
prendidos en un refulgente mar de transparencia. El mayor almacén de
juguetes de toda la zona se le antojó demasiado imponente, alto e
inerte, aunque este pequeño detalle solo supuso un sabor agridulce
para su deleite.
Las horas pasaban por delante de Angie sin apenas darse cuenta. Había
visto todos los juguetes que ni siquiera imaginaba que pudieran
existir. Juguetes de todos los tamaños, marcas, colores, funciones.
Juguetes electrónicos, juguetes con motor, juguetes con pilas y la
planta en la que más se detuvieron: muñecas. Todo un pasillo
inmaculado, saturado de impecables estanterías blancas se extendía
hasta casi perderse en un horizonte colmado de falsas sonrisas
tejidas. Sería cruel hacerle escoger, pero, o eso esperaba su madre,
Angie no tendría problemas. Rápidamente guió a su madre entre los
estantes para dirigirse directamente a la zona donde ese color rosa
tan discriminatorio desaparecía. Una suave sonrisa se dibujó en sus
labios. Soltó su mano y empezó a caminar muy despacio por la
galería. Sus dedos se detenían a menudo en algunas para tocar los
cabellos, mirar sus ojos o palpar vestidos. Al poco tiempo regresó.
La muñeca que había elegido era realmente sencilla, pero no por
ello menos hermosa, con un vestido azul como sus ojos y un largo
cabello de hilo negro.
- ¿Esa te gusta?
- Esta.
Sacudió enérgicamente la cabeza en señal de aprobación y abrazó
el juguete con fuerza. Se dirigieron hacia los servicios. “El viaje
de vuelta será largo”, pensó la madre de Angie.
- ¡Entro yo sola mami!
Percibió con una mezcla de orgullo y gracia el tono de reproche de
su voz. ¡Quería hacerse grande tan rápido! Pero se sentó
dócilmente a esperarla. Vio extrañada cómo se detenía en la
puerta. Miró por encima del hombro. El desconcierto recorrió cada
poro de su piel. Allí, frente a Angie, el ángel de la muerte se
alzaba blanco y amenazador. Un intenso zumbido acribillaba sus oídos.
Supo que era tarde y, sin embargo, corrió desesperadamente hacia
ella, para que, en apenas un instante, una fuerte barrera de aire
caliente la impulsara hacia atrás, lejos, muy lejos. Al levantar la
cabeza, la madre de Angie vio su propia consternación reflejada en
mil ojos más. Veloz llegó junto a los lavabos, pero sólo sangre y
polvo aguardaban cruelmente allí.
Mucha más gente lloraba; muchos miraban aterrorizados la masacre a
su alrededor; muchos habían muerto; muchos estaban heridos, pero
nadie gritó como lo hizo ella, y ese grito se coló en cada esquina
de aquél maldito edificio, penetró en los oídos de cada persona
que observaba con desconcierto a su alrededor, congeló los corazones
de todos aquellos que sonreían por encontrarse ilesos. Paralizo el
mundo; el cielo y el infierno se estremecieron; todo se sumergió en
un extraño silencio.
Su corazón simplemente parecía haberse detenido también. Allí
yacía la sombra de todo lo que en esta vida le era importante, el
murmullo de un amor extinto y enterrado. Sólo sangre, sangre ajena
también, mucha, pero la madre de Angie sólo podía mirar, con ojos
difuminados por las lágrimas que acudían inexorablemente a ellos,
una pequeña muñeca azul destrozada, cubierta de polvo, cubierta de
miedo y de dolor, cubierta de rabia. Dolor en intensidad superlativa,
angustia al vacío pues... ¿qué quedaba sino un tremendo vacío? Un
gran abismo se extendía por su corazón ennegreciéndolo a su paso.
La inexpresión empezó a ocultar cada contracción de daño de su
rostro hasta quedar tan solo un gesto que quitaba el aliento, pues
nada de humano quedaban en ella, y así seguiría largo tiempo, hasta
que las líneas de la edad agrietaran su carne y el tiempo saldase su
cruel deuda. Su existencia solo era ahora un triste presente
perverso.
Ahora dos ángeles, uno de la noche, uno de la luz, suben juntos de
la mano hacia lo incierto. Ahora una vida arrebatada reclama con un
grito su lugar en el paraíso. Ahora todo acaba. El día ve su final
con un cielo de tonos rojo atardecer. El sufrimiento empaña los
fríos cristales de cada hogar que no volverá a ver a su ser
querido. Y el día acaba, ajeno a todo. El sol cae, las sombras se
anuncian y el sueño se abraza con fuerza a los corazones que
sangran. La muerte encuentra su apogeo en el estremecer de tantas
vidas y el silencio recorre de nuevo las calles. Ni rastro del bullir
de la vida.
El blanco de las prendas de puro algodón relucía como oro en la
oscura sala de mármol...