lunes, 19 de noviembre de 2018

Ángel.


ÁNGEL:

I.

El blanco de las prendas de puro algodón relucía como oro en la oscura sala de mármol. Un tanto alejada, una bonita forma geométrica surcaba el suelo llevando agua clara; impasible cruzaba más de la mitad del pequeño sótano y su murmullo, sin embargo, llenaba todo el recinto muchísimos metros más allá, inquietante y rítmico.

Con sumo cuidado se deshizo de los tejanos y la camiseta, los dobló con pulcritud enfermiza y los dejó junto al cojín. En sólo tres pasos cubrió la distancia que le separaba del agua y comenzó a entonar los versículos que le habían enseñado mientras sumergía lentamente las manos en el líquido, que se teñía de rojo al contacto con su piel tostada. Las dulces notas de la salmodia desentumecían el aire viciado del cuarto. Sus dedos empezaron a frotar el resto del cuerpo hasta que un charco purpúreo cubrió las baldosas del pavimento a su alrededor.

Se dio la vuelta y tomó entre sus manos los níveos ropajes. Desdobló lentamente la camisa y los pantalones y, como fin a sus cánticos, se vistió de nuevo.

Ahora no importaba el principio, y él no estaría para contemplar el final.

Ahora importaba el momento.

Sólo 30 minutos fueron suficientes para llegar al paraíso. Una explosión y las puertas de la luz se abrían al guerrero que entregaba su vida al gran Dios. Fuera, la sangre y el polvo cubrían los ojos de Angie que miraba sin comprender cómo, de pronto, al entrar en el lavabo, un ángel blanco había hecho estallar todo a su alrededor, y no alcanzaba a entender tampoco cómo ese ángel, sin siquiera cogerla de la mano, le había separado de su cuerpo y la hacía flotar en rápida ascensión junto a otros muchos más sin rumbo a ninguna parte, al futuro, al recuerdo. Angie quería preguntar al ángel: ¿Por qué me has traído contigo? ¿Por qué nos has traído a todos aquí? Pero de pronto la luz de lo eterno le cegó y no pudo articular palabra alguna, mientras el ángel, con una sonrisa encendida llena de llanto ascendía más allá de las estrellas, más allá del infinito, más allá de donde toda conciencia es capaz de imaginar.

II.

  • Pero... ¿Y si fuera cierto mamá?
  • No Abdel, no es cierto. Debes creerme ¡No hay ningún dios! Las personas creen en dios como aquél que les librará de todo mal, sin saber que el mal nace con ellos y ya es parte de su ser. Creen en ese sueño y lo idealizan hasta el punto de perder la razón y matar, morir por él. ¿Quieres eso para ti Abdel? ¿Es eso lo que quieres?
  • No.
  • ¡No agaches la cabeza Abdel! Dime ¿es eso lo que quieres?
  • No madre, no lo quiero.

Pero... ¿y si fuera cierto?

  • ¿Dónde está padre?
  • Abdel, estoy ocupada.
  • Pero madre, ¡necesito saberlo!
  • Está lejos, Abdel, muy lejos.
  • Madre ¿si rezo a Dios lo traerá de vuelta?
  • Abdel, Dios no existe.
  • ¡Sí existe, madre! ¡Yo le he hablado, y sé que me escuchó!
  • Abdel, vete.

De pronto se encontraban en la mezquita. Luces y sombras entrelazadas jugaban con el polvo suspendido en el ambiente. Notas y notas danzaban según un curioso ritmo inexistente y penetraban en su mente hasta sumergirle en el estado límite entre la consciencia y la inconsciencia. En ese instante en que todo parecía desdibujarse mil sentimientos azotaban su cuerpo con fuerte intensidad. Amor, odio, pasión, duda, devoción, fe...

Muchas veces, miles, Abdel acudió lleno de dudas a su madre, su único pilar, y con el tiempo. Acostumbrado a las negociaciones constantes y el rechazo, Abdel dejó de preguntar. Algunas cuestiones las resolvió solo, otras las dejó a merced de su imaginación, y otras las olvidó, nunca existieron.

Y de la noche a la mañana Abdel ya no necesitaba saber, ya sabía. Ya no era un niño asustado a la deriva de una vida sin sentido, dependiendo de circunstancias que no podía controlar.

Pronto, Abdel desplegó las alas y comenzó su vuelo, un vuelo que duraría tanto, y tan poco. Ángel del olvido siempre voló solo. Olvidaba; olvidaba hasta mimetizarse con el propio olvido, hasta ser incapaz de recordar quién era, qué quería, y fijó una única meta en su memoria diezmada y derruida, y se aferró a tal esperanza hasta convertirla en su vida, y nada más era importante, nada más existía, todo lo demás era polvo, viento y polvo.

En el viento navegaba. Jerusalén le vio crecer siete años de su existencia. La historia le hablaba en cada piedra, susurraba, contaba triste el momento en que la humanidad decidió luchar por lo más sagrado. Lentamente, relataba cada muerte y cada vida, cada rey, cada soldado, caballero, escudo, espada quebrada con sangre derramada tiñeron su orgullo y su nombre y así, una misma idea dividida convirtió tal lugar en una extensión del mismo infierno.

¿Nunca has observado el vuelo del gorrión? Temprano, siempre, cantan, vuelan, cantan, vuelan...
¿Nunca has explorado todos los olores de un amanecer? Fresco, nuevo, y diferente cada día, hermoso hasta rozar lo divino, irreal...
¿Nunca te detuviste a escuchar la noche? Cientos de lugares se transforman y otra ciudad se despierta mientras duermes. El silencio recorre nuestras calles y las cura del frenesí del día pasado.
¿Nunca has pensado qué ocurrirá después? Cuando todo acabe, un suave anochecer, lento y sereno, elevando tu silencio hasta un murmullo imperceptible muy sonoro, elevando tu alma de elegantes tonos coloreada hasta la estrella más lejana que es tu sitio, que es tu fin.

No solía suceder, pero a veces, Abdel descuidaba su conciencia y el recuerdo de las palabras de su madre transformaban su resolución en un simple sollozo aunque, por desgracia para muchos, nunca duraba.

Nadie reparaba en él, triste, sin sentido, bondadoso ángel caído, esperaba y planeaba su muerte en el férreo silencio en el que todo sana y todo queda. Despreciaba las palabras, tan banales, tan frágiles y olvidadizas, así como a los humanos que las utilizaban tan irresponsablemente, tan a la ligera. Una de las pocas cosas que recordaba Abdel de su padre es que pocas veces le oía hablar. Al preguntarle por qué, él le respondía: “Nunca hables si no puedes mejorar el silencio”.

Ángel de oscuridad, su esencia tenía origen en un lugar mucho peor que el infierno o el cielo. Su mal, tan profundo, oscurecía corazones a su paso, se colaba por rendijas y orificios, bajo las puertas, por una ventana abierta. Sus ojos te atrapaban en su cruel vacío insondable. Su figura angelical traía muerte y daño, y mientras tanto, un resquicio de luz asomaba ya en las puertas del firmamento.

Negro impenetrable. Ángel de la noche, ángel del miedo, su conciencia reducida a cenizas ya no tenía cabida en su mente. Hacía tiempo que había ahogado la voz de su madre con sangre, y ya estaba preparado.

III.

Un cielo congestionado de nubes oscurecía aquel día la mortecina luz que aún podía apreciarse en esa época del año. Hay quienes se sienten seguros en medio de una gran multitud, ese era el caso de Angie. Un par de años antes aún se mostraba reticente a las grandes masas, hasta que una peligrosa confianza se instaló en su mente y por fin le concedió a su hija el deseo de conocer el centro. Ellas vivían algo alejadas de la verdadera ebullición de la sociedad, y su hija desde los 4 años añoraba poder descubrirla. Ahora lo haría. Tan solo el placer que la embargaba al mirar sus ojos asombrados rebosantes de júbilo compensaba cualquier miedo que ella pudiera tener.

Angie observaba a su alrededor con tanta fruición que parecía querer memorizar cada ladrillo de cada edificio que veía pasar. Pronto llegaron a su destino: una altísima construcción enteramente de vidrio y metal se alzaba ante ellas. Las vigas atravesaban el cristal hermoso tan frío y céreo como los rayos de sol rasgan una noche sin estrellas, hermosos cabellos de plata prendidos en un refulgente mar de transparencia. El mayor almacén de juguetes de toda la zona se le antojó demasiado imponente, alto e inerte, aunque este pequeño detalle solo supuso un sabor agridulce para su deleite.

Las horas pasaban por delante de Angie sin apenas darse cuenta. Había visto todos los juguetes que ni siquiera imaginaba que pudieran existir. Juguetes de todos los tamaños, marcas, colores, funciones. Juguetes electrónicos, juguetes con motor, juguetes con pilas y la planta en la que más se detuvieron: muñecas. Todo un pasillo inmaculado, saturado de impecables estanterías blancas se extendía hasta casi perderse en un horizonte colmado de falsas sonrisas tejidas. Sería cruel hacerle escoger, pero, o eso esperaba su madre, Angie no tendría problemas. Rápidamente guió a su madre entre los estantes para dirigirse directamente a la zona donde ese color rosa tan discriminatorio desaparecía. Una suave sonrisa se dibujó en sus labios. Soltó su mano y empezó a caminar muy despacio por la galería. Sus dedos se detenían a menudo en algunas para tocar los cabellos, mirar sus ojos o palpar vestidos. Al poco tiempo regresó. La muñeca que había elegido era realmente sencilla, pero no por ello menos hermosa, con un vestido azul como sus ojos y un largo cabello de hilo negro.

  • ¿Esa te gusta?
  • Esta.

Sacudió enérgicamente la cabeza en señal de aprobación y abrazó el juguete con fuerza. Se dirigieron hacia los servicios. “El viaje de vuelta será largo”, pensó la madre de Angie.

  • ¡Entro yo sola mami!

Percibió con una mezcla de orgullo y gracia el tono de reproche de su voz. ¡Quería hacerse grande tan rápido! Pero se sentó dócilmente a esperarla. Vio extrañada cómo se detenía en la puerta. Miró por encima del hombro. El desconcierto recorrió cada poro de su piel. Allí, frente a Angie, el ángel de la muerte se alzaba blanco y amenazador. Un intenso zumbido acribillaba sus oídos.
Supo que era tarde y, sin embargo, corrió desesperadamente hacia ella, para que, en apenas un instante, una fuerte barrera de aire caliente la impulsara hacia atrás, lejos, muy lejos. Al levantar la cabeza, la madre de Angie vio su propia consternación reflejada en mil ojos más. Veloz llegó junto a los lavabos, pero sólo sangre y polvo aguardaban cruelmente allí.

Mucha más gente lloraba; muchos miraban aterrorizados la masacre a su alrededor; muchos habían muerto; muchos estaban heridos, pero nadie gritó como lo hizo ella, y ese grito se coló en cada esquina de aquél maldito edificio, penetró en los oídos de cada persona que observaba con desconcierto a su alrededor, congeló los corazones de todos aquellos que sonreían por encontrarse ilesos. Paralizo el mundo; el cielo y el infierno se estremecieron; todo se sumergió en un extraño silencio.

Su corazón simplemente parecía haberse detenido también. Allí yacía la sombra de todo lo que en esta vida le era importante, el murmullo de un amor extinto y enterrado. Sólo sangre, sangre ajena también, mucha, pero la madre de Angie sólo podía mirar, con ojos difuminados por las lágrimas que acudían inexorablemente a ellos, una pequeña muñeca azul destrozada, cubierta de polvo, cubierta de miedo y de dolor, cubierta de rabia. Dolor en intensidad superlativa, angustia al vacío pues... ¿qué quedaba sino un tremendo vacío? Un gran abismo se extendía por su corazón ennegreciéndolo a su paso. La inexpresión empezó a ocultar cada contracción de daño de su rostro hasta quedar tan solo un gesto que quitaba el aliento, pues nada de humano quedaban en ella, y así seguiría largo tiempo, hasta que las líneas de la edad agrietaran su carne y el tiempo saldase su cruel deuda. Su existencia solo era ahora un triste presente perverso.

Ahora dos ángeles, uno de la noche, uno de la luz, suben juntos de la mano hacia lo incierto. Ahora una vida arrebatada reclama con un grito su lugar en el paraíso. Ahora todo acaba. El día ve su final con un cielo de tonos rojo atardecer. El sufrimiento empaña los fríos cristales de cada hogar que no volverá a ver a su ser querido. Y el día acaba, ajeno a todo. El sol cae, las sombras se anuncian y el sueño se abraza con fuerza a los corazones que sangran. La muerte encuentra su apogeo en el estremecer de tantas vidas y el silencio recorre de nuevo las calles. Ni rastro del bullir de la vida.

El blanco de las prendas de puro algodón relucía como oro en la oscura sala de mármol...

miércoles, 9 de mayo de 2018

Muros.

Algo que se ha mantenido durante todos estos años de ir y venir y de cambios en mi punto de vista ha sido precisamente la sensación de golpear mi cabeza contra un muro de ladrillos (o de hormigón armado en el peor de los casos). A veces contra muros fuera de mí y otras veces contra muros dentro de mí. Últimamente me duelen menos estos golpes contra muros interiores por haber asumido que van a estar ahí un buen rato, si no para siempre. Encontrarte con otras personas, en el 99% de los casos hombres, que no entienden en absoluto la problemática de género tal y como yo la veo, que no son (somos) capaces de reaccionar ante ningún tipo de agresión o comportamiento violento derivado de nuestros privilegios, que no comprende el hecho de que efectivamente por haber sido educados hombres tenemos privilegios... me hace sentir golpeandome contra el muro. Siento que nos volvemos locos intentando justificar cosas que no son justificables si las aplicamos a otras cuestiones. Nadie habla con tanta ambigüedad de anticapitalismo o especulación como se habla de antisexismo en la mayoría de los círculos en los que me muevo. Siento que a pesar de décadas de feminismo todavía no hemos asimilado apenas nada de la profundidad de su discurso. Aún nos tomamos el feminismo como algo de lo que nos debemos defender, y no como lo que es, un discurso liberador.

Es una manera simple y tonta de explicar algo que en realidad sé que es muy complicado... Pero en fin, que la triste realidad es que aunque discursivamente podamos decir "ya no somos hombres" y quedarnos tan anchos, en la realidad empezamos a golpearnos, a golpearnos esta vez contra nuestros muros adentro, que sólo veremos si miramos bien, pero que están, vaya que si están, y no se van a derribar solos.

Me cuesta a veces creerme todo lo que queda de hombre en mí. Es siempre mucho más de lo que me esperaba. Y no pretendo caer en la paranoia y la flagelación cristiana con este tema. Es sólo que bueno, exceso de confianza en uno mismo (muy masculino por cierto), siempre acabo pensando que ya está, que ya lo he hecho, que he cambiado. Como si estuviera engañando a mi psicólogo o alguna mierda así. Y vaya, día tras día, las situaciones, los sentimientos, personas cercanas, la gente alrededor... me van enseñando cuántas veces más la puedo cagar aún. Cuantas veces más puedo mirarme y ver cosas que no me gustan. Y no me torturo por esto, al contrario, saber que te quedan cosas por hacer, por cambiar, significa para mí saber que sigues vivo, que la sangre corre y el Sol está ahí cuando te levantes para ayudarte a entender nuevas cosas a las que a lo mejor antes ni siquiera habías mirado. Esto es vivir para mí.